Usted, que posiblemente se conecta a la red para mantenerse informado, no está solo en el mundo: forma parte de una caudalosa masa, de casi 4 mil millones de personas, que a diario cruza el umbral que separa su realidad física de la digital. Puede ser que usted esté entre quienes hace el mismo recorrido cotidianamente. O quizás su gusto sea asomarse cada vez a una página web distinta (a finales de 2016, estaban en actividad unas mil millones de páginas web).
Es probable que usted se conecte tres o cuatro veces al día para revisar sus correos electrónicos. Que recorra algunas tiendas on line para curiosear en ofertas y rebajas. Que, suscrito a un determinado servicio de contenidos, cada tanto vea una película. Que merodee en la red para buscar trabajo. Que indague acerca de alguna persona a la que acaba de conocer. Que investigue en torno a la ciudad a donde viajará dentro de poco. O que se reúna con amigos en otro continente para disputar un juego electrónico. Si lo meditamos, caeremos en cuenta de que, en las últimas dos décadas y a velocidad de vértigo, se ha construido una realidad de dimensiones incalculables: hay quienes hablan de realidad paralela. Pero esta fórmula tiene una limitación; y es que el universo digital está cada vez más interconectado con nuestra realidad física, nuestro trabajo, nuestro hogar y nuestro modo de relacionarnos con el mundo. Quizás lo que cabría afirmar es que Internet ha venido a complementar nuestro mundo material y lo ha expandido deforma espectacular, a tal punto que ya nos resulta inconcebible vivir sin las ventajas que la red ha incorporado a nuestras vidas.
Cada vez que usted o cualquier cibernauta ingresa a Internet, sea cual sea su objetivo, deja una traza de su conexión. Los datos de cada registro se acumulan uno tras otro. En corto tiempo, un análisis podría aportar algunos datos sobre quién es usted: edad precisa o aproximada, intereses personales o profesionales, caprichos que quisiera regalarse, lugares que anhela conocer, si es proclive a la vida social o si está dedicado a estudiar una materia en particular, estilo de vida, cuestiones de salud que le afectan o preocupan. Incluso, es posible detectar sus inclinaciones políticas o sus ideas sobre asuntos fundamentales. En síntesis: cada vez que usted se conecta, entrega información de su vida –de su privacidad- a empresas especializadas en el procesamiento de datos, los suyos y los de casi 4 mil millones de usuarios de Internet. Son empresas dedicadas al Big Data. Recaban, procesan y analizan el inmenso caudal de registros que se generan cada segundo, determinan cuáles son los patrones numéricos predominantes; y luego lo venden a empresas especializadas en ofrecernos productos y servicios, o a equipos de estrategia para proyectos políticos.
La existencia de una operación empresarial, de dimensión planetaria, cuya misión es elaborar perfiles a partir de los datos para comercializar sus conclusiones, es el origen del debate en curso, referido a la cuestión de la legitimidad o no de esa actividad y negocio. A primera vista puede parecer que nada justifica a las empresas y que el cibernauta está indefenso ante estas prácticas. La cuestión es que las empresas que operan el Big Data tienen sus razones. La más relevante es el conjunto de beneficios que proveen. Google, por ejemplo, no solo ofrece un motor de búsqueda usado por más de mil millones de personas en el mundo, sino un potente sistema de correos electrónicos –Gmail-, servicios de traducción, mapas, geolocalización, almacenamiento y protección de nuestra información, libros y documentos, herramientas que sirven para constituir grupos de intereses, así como un montón de otras ventajas, todas gratuitas. Repito, porque hay que tomar conciencia de ello: son gratuitas. Cuantiosos beneficios que ya son imprescindibles y nos facilitan la vida, que usamos sin parar, a toda hora; y sin costo… salvo el valor que podrían tener nuestros datos sumados a los de otros miles de millones.
Lo anterior nos conduce a otra perspectiva: el Big Data es el resultado de una transacción. Seamos o no conscientes de ello, al ser usuarios de un vasto dispositivo electrónico entre cuyas capacidades está la de memorizar los usos de cada cuentahabiente, nos ponemos en condición de ser observados. No necesitamos que nadie nos espíe, nosotros mismos vamos dejando nuestra huella en la red. Cada quien es lo que navega.
Así llegamos al puerto de la responsabilidad personal. A la doble obligación de informarnos qué significa el Big Data y qué implicaciones reviste el uso que cada quien, sentado a solas frente a su ordenador, hace de esta herramienta. Una responsabilidad equivalente apela a las empresas procesadoras de datos, que están obligadas a la autorregulación de sus prácticas para que no sean invasivas o lesivas para las organizaciones y los ciudadanos.
Entre los impactos previsibles del Big Data está, por ejemplo, el de los resultados electorales. Algunos estrategas de la comunicación han entendido que el análisis de las tendencias de lo que ocurre en las redes sociales, bajo ciertas condiciones, permite prever el resultado electoral. El Big Data se está convirtiendo en el complemento necesario de los estudios de opinión para los comandos de campaña.
Los expertos auguran que el Big Data será creador de millones de empleos en el mundo. Y parecen estar en lo correcto, porque los números todavía necesitan de inteligencia humana que los interprete y convierta la masa de datos en cifras y tendencias útiles para el comercio, así como para la planificación de ciudades, la lucha contra la contaminación, la potenciación del funcionamiento de los servicios públicos de salud, la reforma de la educación y la concepción de políticas públicas.
Lo expuesto prefigura un imperativo: hay una responsabilidad de los gobiernos en relación al Big Data. Más aún, tienen la obligación de volverse expertos en el uso de sus herramientas, toda vez que con ellas la capacidad gubernamental de dar respuesta a las exigencias de los ciudadanos se potenciará mucho más allá de lo que hoy somos capaces de imaginar.